UNA CONSOLA PARA LOS PAISANOS DE CALABOR

 

Recreación propia del proyecto minero de Calabor

Cuando pensamos en la cantidad de cosas que necesitan materias primas, es decir, trozos de tierras, montañas o mares para ser cosas, la imaginación nos lleva al retrato de un planeta perforado como si se tratara de un queso gruyer, donde moverse por su superficie ya no es posible si no es sobrevolando los agujeros.

La cuestión principal de la globalización no es, hoy en día, si vamos a seguir o no extrayendo los recursos hasta que no quede nada, pues eso es evidente que estamos dispuestos a hacerlo, pase lo que pase, sino cómo vamos a sortear esta nueva situación sin peligro a rompernos una pierna o perder la vida por caer en una mina a cielo abierto.

Me contaba hace tiempo un aldeano de Calabor, donde querían (y siguen queriendo) abrir una gigantesca mina de wolframio y estaño, que su miedo era a no poder caminar tranquilo por el monte, a no poder andar libremente, eso sin tener en cuenta el fabuloso tráfico de camiones y máquinas extractivistas que iban a ponerse a circular por ese, hasta la fecha, apartado rincón del mundo.

El terror a perder espacio físico de libertad es real y viene a certificar que, tras la lamentable pérdida de biodiversidad y el acelerón en el caos climático que provoca esta manera impulsiva y desenfrenada de fabricar cosas ‒y por ende, extraer recursos‒, ocurrirá un desastre impredecible para la propia especie humana debido a un cambio de paradigma en la forma de movernos: nunca antes se había producido semejante prohibición de pisar suelo.

A tal límite estamos llegando en la falta de conexión con la tierra, es decir: con la tierra que produce polvo cuando se seca y la estrujas con las manos, que de forma sobrevenida están apareciendo todo tipo de soluciones tan atrevidas y desrealización como dantescas ‒por sus consecuencias‒. Una de ellas es, sin duda, la inteligencia artificial. Si hasta hace poco, viajar gratis por el planeta solo podía hacerse de forma parcial con una aplicación (Google Earth), la AI nos avisa de que es posible crear virtualmente un mundo nuevo, donde paralelamente, todo, absolutamente todo, se pueda recorrer andando o mediante cualquier fantástico sistema de transporte.

No es ya que no sepamos diferenciar si el avatar que vemos en la Red es real o no (es decir, si corresponde a algún individuo con carne u hueso, o no) sino que la capacidad de esta nueva inteligencia, que a sí misma se responde hasta mejorar sus aptitudes infinitamente, amenaza con crear un planeta desde cero, que será el que veremos, y no el que pisamos, y en el que no existan minas a cielo abierto que puedan darnos miedo.

En realidad, esta distopía no es muy diferente a la de la minería espacial, tan profusamente abordada por la ciencia ficción desde hace ya bastantes décadas, si consideramos a nuestro planeta como un doble: ese en el que vivimos (gracias a la burbuja creada por la AI) y ese otro del que extraemos recursos y se destruyen territorios.

Regresé a Calabor hace unos días y al hablar con la misma persona me comunicó que estaba preocupado por la guerra de Ucrania, no solo por la guerra en sí, sino porque la destrucción de tanto tanque implicaba una creciente demanda de wolframio en el mercado para reponer el material militar, y que esto podía suponer, a su vez, el renacer del interés sobre la mina a cielo abierto, incluso la declaración de utilidad pública de seguir adelante el proyecto.

Yo estuve a punto de responder que no se preocupara, que lo único que tenía que hacer es comprar una consola (y no por consuelo), pues tarde o temprano el programa universal de estar en la realidad virtual a tiempo real según los deseos del usuario se llevaría a cabo, y entonces con no salir de casa era suficiente. Y que se olvidara de la guerra de Ucrania, pues faltaba poco para pasar a ser un fantasma del pasado, como pasa con todo lo que nos produce tanto daño ‒y que mejor apartar de la vista cuanto antes‒.

Pero eché un vistazo a sus zapatos rotos, de tanto caminar, me dije, y me contuve.

Hay cosas, a pesar de las cosas, que no tienen remedio.

Julio Fernández Peláez

NOTA
EEAZ publicó hace dos años el libro “Ábrete, cielo. 125 voces en contra de la mina de Calabor”. 

Se puede adquirir aquí.

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