UN ECOLOGISMO SIN TENTACIONES COLAPSISTAS

imagen: Julio Fernández

El documento de síntesis del Sexto Informe del IPCC nos lanza una advertencia: la década decisiva para desplegar el comienzo de una significativa e irreversible descarbonización, y reconducir nuestro planeta hacia un valle de estabilidad climática, es esta. De seguir la senda actual de emisiones, hacia el 2030 habremos agotado el presupuesto de carbono que nos permitiría no superar los 1,5º durante el siglo XXI. Se trata de un dilema endiablado: durante nuestras minúsculas vidas, la acción de las pocas generaciones que hoy poblamos el mundo puede tener repercusiones en la escala geológica.

La trayectoria climática llevada hasta ahora, en la que casi la mitad de las emisiones históricas de gases de efecto invernadero se acumularon en la atmósfera desde Río 92 al presente, cuando ya existía un mandato de Naciones Unidas para enfrentar el cambio climático, no anima al optimismo. De hecho, el colapsismo, la creencia en que el colapso de la civilización es un destino seguro o altamente probable, es un estado de ánimo comprensible, cada vez más arraigado en los movimientos ecologistas, y de una manera más difusa pero no por ello con menos efectos políticos, en el conjunto de los imaginarios sociales.

Es importante que el ecologismo depure sus tendencias colapsistas. Esto es, al mismo tiempo que no se puede perder de vista que la catástrofe ya está sucediendo de un modo desigual y combinado, y que sin duda el curso de las cosas puede agravarse, es preciso remarcar que el colapso, en cualquier uso riguroso del término, ni es un hecho consumado ni es el desenlace más probable de este momento de cambio epocal aunque es posible. Otra cosa es usar colapso como un sinónimo de los malos tiempos por venir o de un proceso histórico largo y complejo, que es como lo usan muchas voces ecologistas, aunque esa acepción es difícil de encajar con el concepto de colapso.

Lo que venga en un futuro, si es para mal, será más parecido a una enfermedad degenerativa que a un infarto. Del mismo modo que si es para bien se parecerá más a un proceso largo de rehabilitación que a una sanación milagrosa e instantánea. Esto es importante para tomar distancia con una forma de entender la historia, muy propia de los ecologismos colapsistas, que piensan en el colapso como algo suficientemente repentino como para dejar fuera de juego al Estado. Pareciera que el Estado y otras instituciones modernas complejas, también el mercado, se fueran a descomponer por el sumidero del descenso energético. Lo que brindaría oportunidades para la autonomía, la autogestión comunitaria, la resiliencia local, las balsas de emergencia o cualquier otra metáfora política afectada por ese síndrome de Asterix por el cual nuestra pequeña aldea gala puede despreocuparse de los romanos y su poder porque tenemos alguna suerte de poción mágica que nos defenderá a pesar de sufrir una correlación de fuerzas muy desigual (esta poción mágica puede ser la democracia directa, la verdad científica o las leyes de la termodinámica).

Más que en términos de colapso creo que las próximas décadas conviene pensarlas como una prolongación más o menos aguda de las dos últimas: una concatenación de inestabilidades sistémicas crónicas, turbulencias y shocks socionaturales puntuales que se contagiarán a todos los ámbitos de la vida social (al económico, al político) sin por ello necesariamente desarrollar un efecto dominó definitivo. Estas inestabilidades adquirirán formas muy distintas (crisis financieras, pandemias, crisis de suministros, tragedias climáticas…). Y provocarán mutaciones significativas en nuestro sistema social en función de cómo sean mediadas por la política en un sentido amplio, que va más allá de la política institucional pero que incluye necesariamente la política institucional. Todo ello en una combinación de momentos más fríos, de mayor continuidad de las inercias sociales, y otros de ruptura, de sacudidas y reorganizaciones relativamente rápidas del orden de las cosas. Lo importante es entender que la catástrofe no tiene el monopolio de estas mutaciones. También pueden ser transformadoras. Hoy existen muchas brechas para que el ecologismo pueda intervenir con rendimientos transformadores notables. Del modo, estas turbulencias pueden dar lugar a escenarios increíblemente reaccionarios, infinitamente peores que lo existente: ahí tenemos la administración Trump como un atisbo pionero, “el negacionismo climático en el poder” como dijo Latour, para corroborar que ni siquiera el capitalismo verde es un resultado evolutivo asegurado. La partida está en juego y los caminos son múltiples.

Es este contexto de alta incertidumbre, en el que la disputa política va a terminar de desencadenar los acontecimientos para bien o para mal, en el que tiene sentido que el ecologismo se pregunte si colocar la idea de colapso como estrella polar de su imaginación política es una buena decisión. En pequeñas dosis, el alarmismo puede ser un reactivo. Pero como base de un proyecto político, solo conducirá a la desmovilización, la parálisis y la agudización de las pulsiones nihilistas que ya son el clima cultural de nuestro mundo. Lo más grave es que esta idea de colapso ni siquiera responde a un buen diagnóstico científico: es solo una extrapolación muy generalista de las peores dinámicas de nuestras relaciones socionaturales. Pero una vez que se introduce los factores sociológicos y políticos, la pregunta por el colapso se transforma. Como dijo Peter Frase en su libro Cuatro Futuros, la verdadera cuestión no es si la civilización sobrevivirá. Es si podemos sobrevivir juntos manteniendo unos niveles de igualdad razonables.

La respuesta que podemos dar a esta pregunta es sí. Los motivos para la esperanza son, al menos, tan convincentes como los motivos para la desesperación: una conciencia climática que por primera vez es global y general, políticas públicas de transición ecológica que ya no son solo greenwashing sino que vienen acompañadas de inversiones millonarias (aunque muy mal orientadas a reproducir la acumulación capitalista), desarrollos tecnológicos innovadores, nuevas luchas climáticas, cambios culturales masivos en curso, en términos de dieta o movilidad sostenible, que son impresionantes… Hoy el ecologismo está en una situación paradójica. En algunos aspectos está peor que nunca pero en otros está mucho más preparado para liderar un proyecto político hegemónico. Ahora toca a los movimientos ecologistas poner el acento en sus prácticas, sus discursos y sus propuestas. Y para ello, conviene recordar la máxima de Raymond Williams: lo verdaderamente radical es hacer la esperanza posible, no volver convincente la desesperación.


Emilio Santiago Muiño. Antropólogo climático en el CSIC
Conferenciante en el ciclo de encuentros de este curso.

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