RESISTIR A UN FUTURO ECOFASCISTA



NOTA PREVIA: El presente texto es un resumen con permiso del autor de “Una rápida conclusión”, último capítulo de “Ecofascismo. Una introducción”

En muchos de los estamentos de poder del planeta ha ganado terreno la idea de que el cambio climático y el agotamiento de las materias primas energéticas son realidades muy graves que afectan a la lógica entera del sistema y reclaman respuestas. Una de ellas, que no tiene a buen seguro un peso marginal, es el ecofascismo. Los habitantes de los países ricos —y las elites, agrego ahora, de muchos lugares que no responden a esta descripción— están poco dispuestos a renunciar a niveles de consumo y de status social; y en modo alguno se muestran solidarios con las generaciones venideras, con muchos de los pobladores del Sur y con los miembros de las demás especies con las que sobre el papel compartimos el planeta.

Si durante décadas la corriente dominante en el capitalismo ha sido cortoplacista, de tal forma que a poco más se aspiraba que a multiplicar de forma espectacular los beneficios en un período muy breve, sin ningún proyecto mayor de futuro, hoy se perciben con claridad los rasgos de un capitalismo nuevo que, consciente de lo que en el terreno ecológico se nos echa encima, sí tiene, por desgracia, un proyecto de futuro. Cierto es que ese proyecto exhibe al tiempo un carácter criminal tanto en lo que se refiere a los objetivos –marginación y exterminio- como en lo que respecta a las herramientas. Tal proyecto no constituye una respuesta ante el colapso, sino, más bien, una forma singular de este último. Una de las señales de la fortaleza del proceso es un progresivo endurecimiento de las funciones represivas propias de la institución Estado al servicio de las clases dominantes. Otra, asume la forma de un renacimiento de organizaciones como la OTAN, que anuncia un horizonte planetario de militarización, crecimiento en el gasto en defensa, negocios para la industria de armamentos, autoritarismo, represión de las disidencias, injerencias e intervenciones. Estas fórmulas se encaminan a ratificar una estrategia de dominación más allá de la ecología y sus reglas, a través de inquietantes programas de marginación o de exterminio, y con franco ahondamiento de la crisis social, de la desigualdad y de la represión.

Conviene, aun así, que nos alejemos de aquellas visiones que entienden que la suerte está echada y que el resultado de la partida no puede ser otro que la entronización, con unos perfiles u otros, del proyecto ecofascista. Por lo pronto, esas instancias de poder no son tan hábiles y capaces como pudiera parecer, pues a menudo compiten descarnadamente entre sí, circunstancia que abre hendiduras en el edificio del poder. Aunque hoy todas están marcadas indeleblemente por la lógica del capital, las pulsiones imperiales revelan también elementos de diferencia y de competición que dibujan un panorama menos plácido para ellas.

Para cerrar el círculo, en fin, el colapso parece inequívocamente llamado a debilitar de forma sensible la capacidad de los poderes tradicionales, que dependen demasiado de energías y tecnologías que van a escasear. Así las cosas, la conclusión es que un sistema incapaz de evitar su colapso a duras penas puede presentar esta circunstancia del colapso como una virtud, por mucho que se apreste a sacar partido de ella.

Más allá de lo anterior, y en un terreno distinto, la crisis sin fondo del capital tiene que ser aprovechada por resistencias que cabe esperar que sean muy distintas de las que en tantos lugares cobraron cuerpo en el siglo XX. Aunque es posible que esas resistencias tengan que aguardar al poscolapso para plasmarse en plenitud, lo suyo es que prestemos oídos a su condición presente. Su apuesta debe asentarse, antes de nada, en la democracia directa y la autogestión, así como en un rechazo de los procedimientos autoritarios inherentes al ecofascismo. Ese rechazo se desplegará, en unos casos desde espacios autogestionados de nueva creación, y en otros desde comunidades ancestrales, de tal suerte que se reunirán —ojalá— pulsiones anticapitalistas y flujos precapitalistas. En muchos casos, esas realidades lo que procurarán será preservar y recuperar lo existente, antes que introducir algo nuevo. Hablo de instancias que remiten inmediatamente al concepto de comunidad y, en otra dimensión, al poder destituyente invocado por Agamben.

No tengo dudas en la naturaleza de la terapia que se debe desplegar en esas instancias de resistencia. En ella tienen que reunirse la aplicación de frenos de emergencia que permitan salir del imaginario miserable del crecimiento, y la apuesta por una redistribución radical de la riqueza y la defensa de formas de organización social y colectiva que dejen atrás el capitalismo. Si se trata de garantizar que la especie humana siga existiendo, importa, y mucho, saber cómo y en qué condiciones. Al respecto, debe hacerse valer el recordatorio de que buena parte de la historia de nuestra especie se ha vinculado con fórmulas de autogestión y de apoyo mutuo, de tal manera que no hay motivos para concluir que esas reglas han desaparecido para siempre.

La locura en curso obliga a aseverar que los mismos que han creado los problemas se disponen a salvarse a costa, una vez más, de sus víctimas. En ese atolladero, y tal y como lo recuerda Srecko Horvat, “en lugar de ‘regresar a lo normal’, deberíamos encarar lo ‘normal’ como el verdadero problema”.


Carlos Taibo



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