POR QUÉ ODIAMOS A LOS NATURAJETAS

La Sierra de la Culebra ardiendo. LOZ
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Este artículo apareció mutilado, sin los últimos párrafos, en La Opinión de Zamora. Como quiera que los consideramos fundamental para entender de forma cabal el artículo, lo reproducimos aquí con el permiso de su autor. 

Ayer mismo mi madre me pidió que le leyera el prospecto de unas pastillas que el médico le había recetado para la alergia, y después de leerlo le dije: son para la ansiedad. Es que hoy me picaba mucho el brazo y me tomé dos en vez de una, me contestó. La miré sorprendido: Mamá, ¿quieres decirme que si el picor se vuelve insoportable te tomarías la caja entera de golpe?

Por su expresión, deduje que sí, porque además sé que lo de dudar de las indicaciones de los médicos es algo natural. Seguro que no quieren que le hagamos gasto a la Seguridad Social, por eso recetan una en vez de dos. Además, si casi ni me ha mirado, ¿cómo sabe el médico qué número de pastillas necesito?

Pero la profesión de médico no es la única que genera dudas entre la población. ¿Cuántas veces hemos dicho ¡qué injusticia! ante la decisión de un juez, o ¡vaya chapuza! delante de la aclamada obra de un arquitecto famoso? De hecho, yo me atrevería a decir que casi no queda ninguna profesión a salvo de esa desconfianza instintiva que nos hace dudar de todo lo establecido, incluso en el ámbito de las ciencias puras. Aunque parezca increíble hay quienes piensan, por ejemplo, que vamos a volver a esos veranos azules en los que pasear en bicicleta y enamorarse era lo cotidiano.

Y he dicho casi porque en estos días se está reafirmando una profesión como infalible. Sí, lo han adivinado, la de ingeniero forestal, con o sin licenciatura. Digas lo que digas, si te presentas como especialista forestal, todo tu discurso estará avalado por la absoluta certeza, y nadie, nadie, podrá contradecirte.

Incluso si dices tonterías como que hay que eliminar el monte bajo y tener limpios los bosques para prevenir los incendios. ¿Lo veis? Seguro que estáis pensando que el ingeniero tiene razón y que lo que yo debo hacer inmediatamente es pedir perdón por calificar como tontería algo que todo el mundo repite como papagayos.

Pero, ¡qué dices! ¿no serás tú uno de esos extremistas defensores de los árboles que tienen la culpa de que hayan ardido todos los árboles? ¿No te das cuenta de que hasta el Consejero de Agricultura defiende que todo esté más limpio que el césped que rodea las Cortes de Castilla y León, y ha prometido la contratación de miles de parados para esa labor, además de soltar millones de cabras por todos los rincones con el fin de que no pueda arder ni una hierba en la distopía de un mundo trashumante? ¿Qué tienes en contra de los ingenieros? ¡Naturajeta! Devuelve las subvenciones.

Nada, nada, tenéis razón, respondo, ante la amenaza de sufrir un auto de fe. Tenéis razón, pero permitidme una pregunta: ¿no creéis que son los bosques de verdad, los auténticos, los bosques de robles, encinas, alcornoques, fresnos, castaños, etcétera, esos maravillosos bosques de toda la vida los que realmente han parado los incendios? ¿Y cómo creéis que se forma un bosque? ¿De verdad pensáis que sin matorrales sería posible? ¿No será mejor dejar en paz a la naturaleza y...?

No me ha dado tiempo a terminar la frase y ya me están insultado. Me llaman de nuevo radical, extremista y naturajeta, además de tarado, y me gritan que gente como yo que defiende el monte es la culpable de la destrucción del monte. ¿Pero a qué llamáis monte?, les pregunto, confundido.

No hace falta que me respondan. Sé lo que significa para ellos el monte, lo sé porque se lo he escuchado a más de un ingeniero de los de toda la vida: el monte es un campo con vallas de espino donde pasta tranquilamente el ganado que más tarde va a un matadero, con naves industriales para dar trabajo a los habitantes de los pueblos, con alguna pradera con venados para que disfruten los cazadores que vienen de las ciudades y algún que otro pinar con setas rodeado de cortafuegos de un kilómetro de ancho al menos.

¡Lo ves! ¡Estás en contra de los cortafuegos!, me dicen llenos de odio. Un odio que descargan sin piedad y que difunden a continuación por las redes para tratar de intimidar a todos los que son como yo. No, qué va, respondo, lo que pasa es que científicamente está demostrado que los mejores cortafuegos son...

Me callo. Ellos aprietan los dientes y me miran enfurecidos, como si yo estuviera a punto de saltar la valla de Melilla para invadir con mi subversiva ideología la patria de sus sueños, esa patria en la que ICONA aterrazaba montañas peladas, los valles se mantenían a raya con pantanos y la gente era feliz ordeñando el vacuno. Una patria en la que quienes mandan saben lo que tienen que hacer para que la realidad de lo rural vuelva a brillar como en los tiempos de maricastaña, una patria gobernada por auténticos e incansables ingenieros forestales, con o sin licenciatura, para los que cualquier matorral con bichos es un peligro a exterminar, una patria en la que los culpables del cambio climático son los naturalistas extremistas, los naturajetas, los ecolojetas, esa gentuza impresentable que con sus pociones mágicas han conseguido subyugar las mentes inocentes de los gobernantes y poder parar así autopistas, líneas de alta velocidad, urbanizaciones en la playa y en general todas esas obras públicas tan necesarias que por desgracia no se han podido llevar a cabo, y todo para que pueda reinar su animal favorito: el lobo. ¡El lobo!

Julio Fernández Peláez

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