Julio Fernández, autor e intérprete de “Cartas de amor a los árboles”
Llevamos siglos inmersos en una revolución industrial y tecnológica que ha traído grandes avances y una mejora de las condiciones de vida de los seres humanos, pero el precio que se ha pagado y se sigue pagando es altísimo: no hay rincón de este planeta que esté a salvo; por primera vez en la historia de la Tierra hay un elevado riesgo de extinción masiva provocada por una de las especies que lo habitan. No es una exageración, es una carrera fuera de control hacia el abismo. Da la impresión que hemos entrado en una época de colapso, en la que la crisis climática es uno de sus más claros espejos, y de la que va a ser difícil salir sin reconocer la raíz del problema: este capitalismo sin retorno que nos obliga a consumir de manera voraz todos los recursos. Un capitalismo exageradamente individualista, extractivista, colonizador, insolidario y antropogénico.
No es fácil abrir los ojos cuando hay tantas señales que nos deslumbran, pero ha llegado la hora de iniciar una nueva era en la que reinen los valores culturales sobre los materiales, y los derechos y las libertades frente a la desigualdad y la especulación. Una era capaz de seguir creciendo en conocimiento y bienestar, pero no necesariamente en lo económico.
Este es el punto de vista que defiende Julio Fernández en su obra Cartas de amor a los árboles, presentada ayer, 25 de febrero, en el Teatro Principal de Zamora. Los árboles como elemento principal de un relato muy personal en el que el amor hacia ellos se convierte en simbólico y esencial: es su manera de alumbrar nuestra insignificancia en el mundo, es una pequeña luz de esperanza frente a la barbarie que aniquila selvas primigenias y que sigue sin escuchar los continuos mensajes de alarma de los árboles.
Para el autor, no cerrar los ojos sigue siendo, hoy por hoy, uno de los asuntos más valientes que se pueden llevar a cabo. La alienación de la ceguera existe porque los individuos aceptan no ver, no mirar, no preguntarse. Dentro del rebaño nos sentimos seguros, asumiendo de los medios, el pensamiento de tertulianos, la opinión masiva de las redes sociales o las palabras fáciles de quienes tienen el bastón de mando. Por esto, mirar es tan complicado. Por esto, es tan necesario un arte que hable de la naturaleza, un arte que nos devuelva la capacidad de emocionarnos en su contemplación. Quizá, también, porque la naturaleza se haya convertido en el imperativo de lo real, en la única realidad que se presta a ser escuchada a pesar de todos los prejuicios que hemos ido configurando como especie.
El arte es siempre un acto de amor, pues nos convierte en seres sensibles, y en esto consiste este amor: en un despertar de lo más íntimo, en la provocación de la atracción sin razones que la justifiquen, sin una necesidad de provecho. Por eso el amor hacia lo que nos rodea es siempre ecologista, y por eso el arte será ecologista o no será, porque sin ese amor no habrá forma de distinguirlo de cualquier otro mensaje, en un mundo diseñado a golpe de fondos de inversión y donde los mensajes lo llenan todo con su enorme y descorazonador vacío.
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