Dice John Steinbeck en “Al este del Edén”: “Uno de los grandes logros de la raza humana es no reconocer algo aún conociendo su existencia”. Este parece el diagnóstico de lo que nos pasa con la emergencia climática en la que estamos metidos de cabeza. A estas alturas ya nadie discute la raíz antropogénica del caos climático, tampoco su gravedad, lo irreversible de algunos cambios, y el futuro que nos jugamos: el nuestro, el de nuestros hijos y el de la propia civilización humana.
Nuestra especie está bien preparada para reaccionar ante peligros y alarmas inminentes, como hemos demostrado con la pandemia del covid-19, pero las amenazas y el horror en el medio o largo plazo no son nuestro fuerte. Y así nos va en este tren del progreso acelerado que ha sobrepasado ya los límites de sostenibilidad de un planeta finito, y tiene solo el precipicio por delante.
Vemos así, como en estos días de largos puentes y compulsivo consumo navideño, la manifestación de aquello de Asier Arias: “¿Que se nos acaba el vino?, pues empezamos el champán”. Baste como ejemplo el caso de Vigo y su ciego alcalde obsesionado por las luces y el derroche de energía.
Ya, vale, ¿pero qué podemos hacer en nuestros pueblos y ciudades?. Poco y mucho. Lo primero: quitarnos el uniforme de consumidores conformistas y ponernos el de ciudadanos críticos y participativos. Después: pararnos un poco y mirar lo que se está haciendo en nuestro pueblo o ciudad para preparar lo que se nos viene encima: el descenso energético, el decrecimiento, y todas las crisis imaginables que acompañan como un coro de horror al caos climático. Dice Naomi Klein que el miedo es una respuesta de supervivencia que puede hacernos actuar como si fuésemos sobrehumanos, “pero tiene que haber un sitio hacia el que correr. Si no, el miedo solamente es paralizante”.
Pues, tercero: lo que podemos hacer es implicarnos en alternativas, poniendo en marcha otras muchas con otros muchos, creando comunidad, asideros y balsas a los que agarrarse cuando de nada nos valga el individualismo feroz del sálvese quien pueda que ha impuesto en nuestro cerebro un sistema en la que el otro es el rival, el enemigo.
Mucho por hacer, muchas redes de apoyo mutuo por reconstruir. Si algo nos demostró las primeras semanas del confinamiento del año pasado, es que las cosas más importantes en nuestras vidas son las relaciones y experiencias con los demás, y que, si hay voluntad colectiva, se pueden cambiar radicalmente las cosas. Como en una situación de guerra, como lo hicieron en pocos meses los ingleses en el año 40 y los norteamericanos en el 42.
Y es que, sí, estamos en una emergencia tanto o más trascendental que la que vivió el mundo en la II Guerra Mundial.
Bebamos vino estos días, bebamos champán (mejor cava), claro, pero sobre todo abracemos a los que queremos, pensemos en su futuro, y creemos redes, mucha comunidad, que falta nos va a hacer en los próximos tiempos.
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