Nuestros paisajes más emblemáticos son muy frágiles. También les afecta negativamente, aunque se trate de cortos períodos de tiempo, la masificación descontrolada. Urge una regulación y un mejor reparto de los estímulos para el viaje. Foto: Araceli Saavedra, LOZ
El turismo, esa actividad contemporánea de ocio que nos hace movernos y girar (del francés tour) durante algún tiempo por espacios y culturas distintas para regresar después al punto de partida, comenzó como imitación de una moda de aristócratas y burgueses del siglo XIX y tomó impulso después de la última guerra mundial. Tras reconstruir los entornos urbanos destruidos, se pasó a promover la industria turística, ligada fuertemente a los sectores de la construcción y el transporte, en tiempos del petróleo barato y en el contexto de unas condiciones socioeconómicas que permitieron a las masas disfrutar de tiempo libre, al principio de manera colectiva y más tarde individual.
En España fue el régimen franquista el que inició en los años 60 la turistificación del litoral y las islas para captar divisas, articular la economía y activar la industrialización. El turismo de playa fue el reclamo y pilar sobre el que se levantaron las torres de apartamentos y hoteles que jalonan las costas de la península. El país se fue especializando en las actividades turísticas e inmobiliarias, y el sector comenzó a crecer con la aparición de grandes empresas turísticas españolas y el apoyo público que apostó definitivamente por este modelo, con inversiones en infraestructuras de todo tipo, cambios en los usos del suelo, incentivos empresariales y últimamente reformas laborales que abaratan los costes de despido para que el sector sea “más competitivo”. Así, el modelo se asienta en un empleo barato y precarizado, que utiliza en su beneficio espacios y bienes colectivos (playas, montes, agua, naturaleza…) y distribuye desigualmente la riqueza, olvidando la contribución del turismo al calentamiento global y el cambio climático.
Si en el mundo se pasó de medio millón de turistas en los años 90 a mil quinientos millones en 2019, en España alcanzamos los 83,7 millones de turistas en 2019, el segundo país del mundo con más volumen. Nos habíamos convertido en una potencia turística, sin duda, y esta industria se fue expandiendo a otros destinos del interior, a las ciudades, cada vez más turistizadas, lo que afectaría a los precios de viviendas y a procesos como la gentrificación, que expulsaba de los centros urbanos a los vecinos más pobres. El rápido crecimiento atrajo a grandes empresas internacionales y fondos de inversión que se han ido haciendo un hueco y son ya los principales propietarios de cadenas hoteleras y otros alojamientos al hilo de la globalización.
Castilla y León y la provincia de Zamora dentro de ella, luchan al igual que todas las provincias del país por atraer al turismo hacia sus territorios, y aunque los últimos datos de agosto, que superaban el millón de viajeros en CyL (en Zamora 79.843, el 8%) quizá no sean para pensar que este sector vaya a salvarnos de la despoblación rural y de la crisis económica, sin duda ayudan. Porque el turismo sigue siendo el gran sueño de todos, aunque su éxito a menudo tenga los pies de barro, y muestre una gran fragilidad ante las crisis económicas o las sanitarias.
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