Los publicistas nos conocen mejor que nosotros mismos
Somos seres hipersociales. Nos creemos seres racionales, pero no somos más que seres emocionales con la racionalidad como una capacidad que desarrollamos con esfuerzo.
Como seres hipersociales nuestra naturaleza y nuestra identidad se ha desarrollado y conformado en contacto con los otros: familia, amigos, profesores, compañeros,... Solemos olvidarnos en esta relación de contactos de los que más tiempo ocupan y modelan ahora nuestras vidas: los medios, las redes sociales y las pantallas donde se muestran.
Tampoco muchos se paran a pensar en lo que hace que los grandes medios, redes y pantallas, sean gratuitos o muy baratos. La publicidad tiene establecido con ellos un matrimonio de conveniencia que les permite existir a unos y otros tal como los conocemos. Ganan ambas partes, pero perdemos todos como rehenes de los mercaderes de atención, olvidándonos de aquello de “si algo es gratis, tú eres la mercancía”.
Somos la mercancía que los medios venden como “audiencia” a las empresas para que estas puedan llegar a nosotros con sus mensajes. A más audiencia, mayor tarifa, está bien claro. Muchos ciudadanos alucinan cuando se enteran de que un solo spot de 30 segundos mientras ven su programa de TV favorito en horario de máxima audiencia,
puede costar 25.000 euros. Y no es dinero tirado, sino todo lo contrario, por mucho que digamos aquello de “a mí no me condiciona la publicidad”
Olvidamos que esa publicidad sofisticada y carísima de las grandes corporaciones no pretende convencernos mediante argumentos, como si fuésemos los seres racionales que nos creemos.
No, los publicistas saben que somos seres emocionales y es a nuestras emociones hacia donde apuntan con un objetivo: crear lazos emocionales. Conocen muy bien los mecanismos de la seducción y los aplican mediante una serie de trucos que han aprendido de la Psicología y de otras Ciencias Humanas.
Y consiguen con ello algo racionalmente increíble: que sintamos la necesidad de comprar sus productos o servicios a precios que incluyen lo que se han gastado antes ellos en publicidad. Somos nosotros los que pagamos el “gratis total” de los medios. Curioso, ¿verdad?
Pero lo peor de todo va más allá. Lo peor de todo de esa publicidad ubicua, que está siempre presente como una radiación de fondo en nuestras vidas, es que consigue tapizar nuestra intimidad, ese espacio recóndito donde acumulamos nuestros sueños, deseos y expectativas, de todo lo que tiene que ver con consumir, gastar, tener, usar-tirar. Nos hacen creer que todo en la vida es mercado, competencia, individualismo, beneficio económico. Y para hacer sitio a esto necesitan expulsar de nuestro horizonte de deseo todo lo que que no pase por el filtro del mercado y la mercancía: la amistad auténtica, el amor sin condiciones, la compasión con los que sufren, el sueño de un mundo mejor con los otros, la preocupación por el desastre medioambiental que provoca el hiperconsumo,...
Por eso la publicidad alienta nuestra insolidaridad, nos necesita infelices para ofrecernos la felicidad efímera de los escaparates mientras aleja de nuestro horizonte la solidaridad que nos hace humanos.
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