Procedencia de la imagen: Revista Ecología Política
Escribe la filósofa Marina Garcés que la vida que se aplaza es precisamente la vivible. Muchas personas, si no todas, entenderán el sentido profundo de esta afirmación, pero sin duda contiene un significado aún más especial, e inequívocamente injusto, para las mujeres: ellas sí que han tenido que aplazar en innumerables ocasiones proyectos, deseos, incluso vocaciones para dar respuesta a necesidades del ámbito más cercano y familiar.
Y es así porque una de las consecuencias del sistema social patriarcal es la división sexual del trabajo, que asigna desde que nacemos papeles diferentes a hombres y mujeres. Se conforman así dos ámbitos hoy llamados a entenderse y compartirse: el de lo público, que hasta hace poco tiempo estaba reservado a los hombres, y el de lo privado, un espacio que sigue adjudicándose a las mujeres, y donde se contextualizan los llamados cuidados.
Esto significa que la dedicación que algunos creen consustancial al género femenino, convencidos de que las mujeres estamos poseídas por una "esencia amorosa" hacia las tareas del hogar y los cuidados, como bien ironiza Yayo Herrero, no es otra cosa que una construcción cultural, y lo que algunas llaman el "servicio familiar obligatorio”, una más de las múltiples obligaciones que todavía sigue asumiendo la mujer.
Los tiempos han cambiado, pero el movimiento feminista continúa denunciando cómo en el ámbito familiar sigue sin haber redistribución de tareas, porque los hombres no se responsabilizan lo suficiente de los trabajos domésticos ni de los cuidados. Tal vez los consideran irrelevantes para dedicarles su precioso tiempo, pero si también el Estado se desentiende y no reconoce el valor social y económico que tienen las millones de horas que las mujeres invierten en esos trabajos hoy invisibles y no remunerados, la carga sobre sus hombros alcanzará límites insoportables.
Suplir los servicios públicos obligando a que las mujeres realicen dobles jornadas de trabajo, y posterguen una y otra vez lo que les interesa vivamente, además de ser una enorme injusticia, termina por provocar un síndrome que los psicólogos conocen bien: el de la felicidad aplazada, en muchos casos de por vida.
Concha San Francisco EEAZ
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